Lo que sucedió hace 500 años en un lugar que hoy se llama México es que un poder mucho más grande aplastó a otro mucho más pequeño. Fue un aplastamiento violento, que incluyó mucha ambición y mucha rabia

Siempre he pensado que, cuando uno decide responder a los dichos o alegatos de alguien más, debe, ante todo, ponerse a su nivel, hablarle con palabras francas y claras, que no se le compliquen a aquel a quien se interpela.

Es por eso que desciendo hasta donde usted suele estar, señor Aznar, y le digo lo siguiente:

Los nombres propios y los apellidos —que son aquellos con los que se nos nombra— son, además de una elección de nuestros padres, resultado de un largo, larguísimo proceso histórico —más largo incluso que Juego de tronos—.

Dicho proceso histórico está marcado, esto lo simplifico lo más posible, por supuesto, por una lucha de poderes enfrentados, poderes que a veces son equiparables y otras veces no lo son —vaya, que a veces un pleito es justo y otras veces es un agandalle, como en el patio de una escuela—. Lo único seguro, eso sí, es que no existen los empates.

El asunto, por supuesto, se complica más que en el colegio —o no, ya me entiende— no solo porque en las guerras de conquista —este es otro nombre que se suele utilizar para esos enfrentamientos entre poderes, en el marco de lo histórico— no existen los empates, sino también porque esos enfrentamientos de los que le estoy hablando no solo suelen ser violentos —en el plano de lo físico; de los porrazos, pues— sino que también suelen serlo en planos diferentes al físico, es decir, en aquellos planos que atañen a las mentes, más que a los cuerpos, y que los expertos —que son esas personas que saben mucho sobre algo— llaman hegemonía.

Pues bien, señor Aznar esto que acabo de explicarle es, en pocas y en muy sencillas palabras, lo que sucedió hace 500 años —no, no en el patio de escuela alguna, sino en un lugar que entonces era Mesoamérica y que hoy se llama México—: un poder mucho más grande que otro aplastó a ese otro poder que era mucho más pequeño que, mire usted por dónde, el otro. Se trató, pues, de un aplastamiento violento, que incluyó mucha pólvora, mucha ambición, mucha avaricia y mucha rabia.

Por supuesto, como ya le expliqué —siempre que hay violencia física, hay, también, violencia no física: piense, por ejemplo, en los insultos que acompañan a los puñetazos o en las humillaciones y vejaciones a que, tantas veces, el peleonero del salón (ahora sí estoy hablando de una escuela) somete a su víctima— y como usted, faltaba más, se podrá imaginar, haya o no entendido aquello que ya le expliqué, todo esto también sucedió hace 500 años, en este lugar que hoy es mi país: el poder derrotado —doy por sentado que donde usted lee la palabra poder puede imaginarse algo que va más allá de éste, es decir, puede imaginarse una nación, con todos sus componentes— fue sometido durante los años que siguieron a diversas humillaciones y a incontables vejaciones.

Humillaciones y vejaciones, mire usted por dónde, que no solo duraron trescientos años —ahí la ha clavado, señor Aznar; como decía el rey Midas, pírricas también pueden ser las victorias de la mente— sino que han durado quinientos, que siguen, pues, todavía durando —le digo esto, para que no vaya a confundir esta explicación con aquello que no es: no estoy defendiendo al presidente de mi país, es decir, a mi presidente, le estoy explicando a usted algo que, claramente, no había entendido todavía pero que sé que ahora habrá de entender—.

Es precisamente por esas humillaciones y por esas vejaciones, no tanto por los golpes de niño pendenciero de colegio —mire usted, vaya sorpresa, ¿no?— que se le ha pedido a la máxima autoridad de su país pedir perdón, el mismo perdón que se le ha pedido pedir a la máxima autoridad de este, mi propio país —por cierto, sepa usted que eso, de hecho, es uno de los actos que se le deberán reconocer al presidente Andrés Manuel López Obrador (cuyo nombre y apellidos, espero, entienda usted, ahora, de otro modo)—.

Como no deseo cansarlo ni enredarlo demasiado, dejo para alguna otra vez la explicación que necesita, sobre aquello que es el comunismo y aquello que usted llama indigenismo, así como sobre lo que es, lo que significa, hoy en día, civilización y barbarie.

A manera de despedida —deseando, por supuesto, que disfrute del resto de sus días en Andalucía, región que alguna vez fue icono de la convivencia entre el cristianismo y el Islam—, le recuerdo las siguientes palabras de Herman Melville, autor de esa historia sobre una ballena blanca que se llamaba Moby Dick: “Probaré con un amigo pagano, pensé, ya que la bondad cristiana no ha demostrado ser otra cosa que hueca cortesía”.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país

Fuente: elpais.com