Es tiempo de volver a la realidad. A medir, a informar a la sociedad con transparencia y claridad de lo que está en juego
Tomás Ondarra

En el mes de abril del año pasado, cuando comenzaba la pesadilla de la pandemia, Paul Collier reflexionó sobre cómo diseñar políticas públicas en tiempos de incertidumbre. El reto ya no era tomar decisiones con información limitada o riesgos mensurables, sino diseñar intervenciones en un mundo en el que ignorábamos las variables que eran relevantes. Mientras que para enfrentar el primer tipo de escenarios la mejor estrategia pasaba por tener mejores diagnósticos, más datos y estrategias de mitigación de los impactos negativos, la única vía posible para vencer nuestra ignorancia radical era el método de prueba y error. Así aprendimos cómo confinar a la sociedad para hacer frente a la propagación del virus, cómo diseñar las desescaladas, cómo vacunar o cómo sostener rentas y empleos. Los políticos no esperaron a que la teoría les mostrara el camino, sino que primero actuaron, y luego nos convencieron de que, en circunstancias extremas, todo lo que se hace es porque se puede hacer.

Esta redefinición de lo que es políticamente posible —el sí se puede— estaba legitimado no solo por las dramáticas urgencias de la pandemia, sino también por la compartida insatisfacción ante la insoportable desigualdad, inseguridad personal y social, guerras culturales y polarización política que había surgido en los años —incluso décadas— anteriores. Todo ello contribuyó al radical cambio de paradigmas económicos que ahora se están haciendo visibles. Recientemente Danny Rodrick ha repasado algunas de las manifestaciones de esta radical mutación: cómo los miedos a la inflación y al déficit se han reemplazado por una preferencia por una economía dopada con generosos estímulos monetarios y fiscales, cómo la competencia por tener los tipos impositivos más bajos ha sido reemplazada por el objetivo de tener un tipo global impositivo mínimo sobre las multinacionales, cómo se han resucitado las políticas industriales, o cómo se ha pasado de hablar de flexibilidad en el mercado de trabajo a promover intervenciones que refuerzan el salario mínimo y el poder negociador de sindicatos y trabajadores. O cómo hoy se asume que es preferible la seguridad estratégica y la globalización limitada a la priorización de la eficiencia mediante la inserción en cadenas de valor globales, por no hablar del giro tectónico frente a las grandes empresas tecnológicas que han pasado de ser la fuente de la innovación y el crecimiento a ser vistas como monopolios que hay que regular y fragmentar.

Ciertamente estamos ante un nuevo mundo, y, felizmente, no hay razón alguna para pensar que el fin de la pandemia nos retrotraerá a todas las viejas reglas y convicciones. “Construir de nuevo mejor” es algo más que un afortunado eslogan, es una necesidad.

Pero para conseguir que cualquier país realmente sea mejor hace falta mucho más que buena voluntad. Exige reformas, inversiones y cambios que, inevitablemente, producen costes, ganadores y perdedores. La experimentación no es la mejor estrategia para conciliar los intereses contrapuestos que inevitablemente acompañarán la transición hacia un mundo más inclusivo y sostenible. Entre otras cosas, porque paulatinamente será más evidente que las decisiones de política pública no solo tienen, en el mejor de los casos, las consecuencias buscadas sino también impactos —algunos previsibles, otros indeseados— que activan potentes restricciones financieras y políticas. Ni en el viejo, ni en el nuevo mundo hay nada gratis.

Probablemente la lucha contra el cambio climático sea el más claro ejemplo de la necesidad de transcender al voluntarismo. Nadie puede hoy sensatamente negar su existencia y sus letales consecuencias. Esa batalla ya está ganada. Ahora, como ha planteado Pisani-Ferry, lo que hace falta es enfrentar con realismo las consecuencias sociales y económicas de los imprescindibles compromisos de descarbonización asumidos por la mayoría de los países. Pretender que la transición será un proceso sin costes y fricciones —incluso si la tecnología nos ayuda— es un mal punto de partida. Ese escenario lo malgastamos posponiendo las medidas que había que haber tomado hace mucho tiempo. Ahora, poner un precio a las emisiones, un recurso que hasta ahora era gratis, nos hemos regalado un shock de oferta que tendrá impactos sobre el crecimiento potencial de la economía, sobre el empleo, las cuentas fiscales y la distribución de la renta. Todos ellos pueden ser manejables, pero negarlos es una receta infalible para que lo que se haga realmente sea poco y tarde. También para que surjan guerras culturales y utopías regresivas que pretendan absorber y soplar al mismo tiempo: mejorar la distribución con menos crecimiento, preservar las libertades y conseguir la armonía universal.

Es tiempo de volver a la realidad. A medir, a informar a la sociedad con transparencia y claridad de lo que está en juego en estos momentos, de los costes que comportan las decisiones posibles y, luego, actuar. En eso, y no solo en sustituir paradigmas, es en lo que posiblemente consista hacer buenas políticas públicas en tiempo de incertidumbre.


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