Entre mala suerte y no tan buenas decisiones, el presidente demócrata atraviesa un difícil sendero

A veces mirar hacia atrás puede ensombrecer el presente. Y ese es un lugar donde pocos demócratas esperaban estar cuando Joe Biden asumió el cargo, con su partido en control del gobierno, la vacunación en franco ascenso y la esperanza de un ligero y creciente impulso económico.

No es solo el hecho de que el índice de aprobación del presidente esté cayendo a niveles similares a los de Donald Trump (sobre todo entre los votantes minoritarios que sorprendieron a los liberales con su giro republicano en 2020), sino que la propia aprobación de Trump podría estar en crecimiento.

Según una reciente encuesta de Harvard CAPS/Harris, estamos en un punto en el que los estadounidenses consideran al expresidente de forma al menos igual de favorable que el actual.

Junto con cualquier preocupación de que Trump se robe las próximas elecciones presidenciales, los demócratas deberían reconocer también la posibilidad de que pueda simplemente ganarlas.

Lo que le ha pasado a Biden es una combinación de mala suerte, malas decisiones y una debilidad inherente. La mala suerte tiene que ver por lo general con el COVID-19, cuyo aumento de la variante delta no habría podido ser controlado con facilidad por ningún presidente.

Ese podría ser el obstáculo más importante para el índice de aprobación de Biden, el cual comenzó a disminuir en serio cuando los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades restablecieron la recomendación de utilizar el cubrebocas. Esto, a su vez, apoya la visión más optimista de la situación de Biden: que su suerte política está simplemente ligada al coronavirus y que se recuperará de forma rápida cuando —para la primavera, si Dios quiere— las tasas de letalidad finalmente caigan a su valor mínimo.

El presidente norteamericano en la Casa Blanca, y los símbolos. AFP

El presidente norteamericano en la Casa Blanca, y los símbolos. AFP

Sin embargo, la visión más pesimista reconoce todas las instancias en la que los propios esfuerzos de Biden se han descarriado.

Ha tomado medidas populares de forma incompetente: la retirada de Afganistán estaba pendiente y contaba con el apoyo del público, pero nuestra evidente falta de preparación ante la toma de poder de los talibanes se tradujo en que Biden terminara cediendo cualquier beneficio político que pudiera haber obtenido al impulsar la retirada.

También ha dejado que la confianza liberal lo desvíe un poco en asuntos clave: su gran estímulo económico inicial resultó ser un poco más inflacionario y poco menos estimulante de lo que esperaban muchos de sus defensores y ha generado espectros de “estanflación” que sin duda no estaban en el plan de los demócratas.

Además, su asediada política fronteriza ha demostrado que simplemente prometer ser más humano que Trump no es suficiente para los retos constantes de las olas migratorias.

Y si bien ha pasado una prueba clave de perspicacia gubernamental —obtener votos republicanos para su proyecto de ley de infraestructura— ha fallado en otros.

Ha permitido que las comunicaciones sobre el COVID-19 de su gobierno se disuelvan en disonancia y ha visto cómo las negociaciones internas de su propio partido se paralizan por disputas entre el llamado “escuadrón” (que incluye entre otros a las representantes Alexandria Ocasio-Cortez e Ilhan Omar) y “Sinemanchin” (los senadores más moderados Joe Manchin y Kyrsten Sinema).

En general, Biden parece desempeñarse mejor en asuntos que requieren tenacidad o simples apretones de manos diplomáticos —como mantenerse firme contra los generales que querían quedarse de forma indefinida en Kabul o mantener a los republicanos en la mesa de negociaciones para un acuerdo de infraestructura— pero no tan bien cuando el éxito depende más de un dominio de la estrategia o detalles minuciosos o de una negociación cuidadosa entre facciones hostiles.

Eso no debería sorprender, ya que la debilidad inherente de Biden es que es un hombre mayor que sufre de algunas deficiencias manifiestas relativas a su yo vicepresidencial, en un cargo que devora a políticos más jóvenes.

Eso hace que la mejor esperanza para recuperar su presidencia parezca ser un cambio de suerte, porque eso requeriría lo mínimo de él: que el COVID-19 disminuya o desaparezca; la inflación sea contenida o se vuelva temporal una vez que regrese la normalidad económica; la ola de inmigración decaiga por motivos cíclicos, o los demócratas logren estabilizarse legislativamente o no, pero que sea un empate político de cualquier manera.

Por otro lado, lo que más debería preocuparles a los demócratas son los escenarios que requieran mucho de este presidente, como la adaptabilidad, la delicadeza o un uso hábil del púlpito intimidatorio.

Sin duda, Biden puede volver a salir a flote, pero no estoy tan seguro de que pueda salir del hoyo como lo hizo Bill Clinton después de sus primeros tropiezos presidenciales.

El ex presidente Bill Clinton y su esposa, la ex canciller Hillary Clinton.  REUTERS

El ex presidente Bill Clinton y su esposa, la ex canciller Hillary Clinton. REUTERS

Aquí sería realmente útil que Biden tuviera una persona en la vicepresidencia que equilibre sus debilidades y reafirme sus fortalezas, que parezca más comprometida de forma enérgica con la creación de leyes y la politiquería del Congreso, mientras al mismo tiempo expande el estilo de Biden de normalidad y moderación en caso de que se le solicite que lo herede.

Dejaré que sean los lectores los que decidan si eso describe o no la vicepresidencia de Kamala Harris hasta la fecha o si Harris aporta más razones para que los demócratas que miran al 2024 teman no solo la posibilidad de un caos, sino también de la derrota.


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