El cubano actúa en Madrid en un concierto con sus grandes temas y acompañado de los músicos asombrosos de Trovarroco

Aparece este sábado Silvio Rodríguez en el WiZink Center de Madrid con una gorra que dice: “Aprendiz”. Es lo que más llama la atención de su figura, parapetada tras un atril que le esconde aún más el rostro y corta en tres pedazos una figura cubista y fragmentada de la que uno solo puede verificar apenas el chorro de voz.

Basta para identificarle con eso. La garganta del cubano sigue intacta, ni asomo de vibrato en ese tono aún agudo, terso y juvenil a sus 74 años, capaz de entonar la siega y la siembra de sus canciones, todavía vivas dentro del repertorio trascendente y más significativo de lo que fue la nueva trova. A través de las décadas, sus himnos y sus baladas, sus versos y sones son ya clásicos aun vibrantes coreados al unísono en un recinto abarrotado de voces que trascendieron la barrera de las mascarillas.

Dice Rodríguez que aún se siente parte de la revolución. Pero la grandeza de su música ―por eso trasciende― reside en haberse sabido alejar en su mayoría de lo estrictamente panfletario. La poesía, como esencia, es su fin y su valor. Pocos han sabido como él trazar una delicada ambigüedad entre el discurso político y el amor; entre lo reivindicativo y lo que, sencillamente, aun cargado de dinamita social, puede elevarse a obra de creación. Cuando todo se hunde, se salva lo indestructible, que tiene que ver con el arte atado por igual a lo íntimo y a lo colectivo. Y eso es mucho salvar.

Por eso resuenan con vigor aún sus grandes temas. Lo mismo da que los cante en una calle de La Habana o, como este sábado, en el barrio de Salamanca madrileño, un reducto nada simpatizante de la Revolución cubana. Un pequeño grupo de miembros de la comunidad cubana en Madrid se instaló en el exterior del WiZink para protestar por el concierto y exigir democracia en Cuba. Dentro, el recinto estaba atiborrado de fieles izquierdistas en diferentes escalas de intensidad ―desde la radical y la sencillamente progresista― y una transversalidad generacional que daba idea de hasta qué punto el “aprendiz” cala aún hoy entre los jóvenes.

Y a lo poético, Rodríguez unió también su ambición musical. Le acompaña el trío Trovarroco, una asombrosa banda a la que se unen cuatro intérpretes más liderados en parte por él y por su esposa, la flautista Niurca González. Son Rachid López y Maikel Elizalde (guitarras), Jorge Reyes (Contrabajo), además de Oliver Valdés (batería y percusión), Emilio Vega (vibráfono) y Jorge Aragón (piano). Proceden de varios campos. Ella del repertorio clásico, el resto del latin jazz o de la música tradicional cubana. Con ellos, Silvio viste sus canciones de arreglos sutiles, joviales, elegantes. Enriquecen su esencia básica, su radical enjundia de guitarra y voz. Pero sobre todo corroboran que el repertorio del músico, desde su raíz, puede volar donde quiera.

La noche prometió con el primer acorde de la Tonada para dos poemas de Rubén Martínez Villena. También disfrutamos de novedades como América o Viene la cosa, de su último álbum, Para la espera. Allí posa Silvio un tanto mortuorio, tumbado como un cadáver exquisito junto a su guitarra: que no falte la dosis de humor negro.

Debe ese disco mucho a su carácter trovador. Ese del que hace gala en un eje de su carrera a partir de tres discos fundamentales. Son la trilogía que titula con su nombre: Silvio, Rodríguez y Domínguez. De los dos primeros escuchamos Casiopea, Escaramujo, El necio, Quien fuera… Canciones que vestidas con contrabajo, viento, percusión y piano adquieren una contundencia intensa, de una belleza ajena a la caducidad. Lo mismo ocurre con Oleo de mujer con sombrero, la Canción del elegido, Ojalá, La maza, Eva, Te amaré, Mujeres, Ángel para un final, Te doy una canción o Vivo en un país libre a ritmo de bossa nova.

No evitó la atmósfera íntima, menos para rezar al amigo perdido y entonar un homenaje sentido junto a Malva, su hija pianista. Luis Eduardo Aute tuvo su más que merecido recuerdo en el concierto madrileño de Silvio Rodríguez con dos canciones suyas: Albanta y Dentro, la que el cubano dice preferir entre el repertorio del español.

Aquel puente de amistad que trazaron los dos se convirtió en un enriquecimiento mutuo, perpetuo, indestructible, siquiera por la nostalgia que muchas veces viene a imponer la muerte. Aun así, en su visita a Madrid, Rodríguez demostró, haciendo música entre amigos, que la felicidad marca sus pautas todavía en el escenario sin que por ello renuncie al compromiso.

Fuente: elpais.com